Presentación de Mira si yo te querré de Luis Leante Chacón. Casa de Cultura de Crevillente. 30 de abril de 2007.
A
estas alturas resulta complicado decir algo nuevo acerca de la novela de Luis
Leante que no se haya dicho o sugerido ya, desde que hace algo más de un mes se
le concediera el Premio Alfaguara. Confieso que esto fue lo primero que me vino
a la cabeza cuando Mario me trasladó el deseo de Luis de que ambos tomáramos la
palabra en este acto y confieso que no resulta nada fácil hablar de la obra de
un amigo, o de él mismo, sin caer en el fácil recurso del adjetivo empalagoso
o, lo que es peor, en un estéril entusiasmo, por muy comprensible que éste
pudiera resultar. Así que me dije: “Pepe, en toda tarea hay que ser sincero y
en esta mucho más”. Si lo he conseguido o no, ustedes juzgarán.
Pero,
¿ser sincero respecto de qué? ¿Respecto del autor o respecto de su obra? En
este caso, es fácil: sólo hay que empezar por hablar del propio autor para que
lo que se diga remita indefectiblemente a alguna de las cuestiones que para mí,
como lector, se convierten en esenciales, no sólo en Mira si yo te querré sino en la mayoría de los relatos o novelas de
su producción.
Y
lo primero que tengo que decir de él, sin temor a equivocarme, es que Luis es
un tramposo, un tahúr, un trilero, un manipulador, un auténtico sinvergüenza. Y
lo es en el mismo sentido que lo son los buenos escritores, o los buenos
músicos, o los buenos pintores. No estoy hablando del Luis persona –que eso
sería otra historia-, de su privacidad o sus costumbres. Hablo del Luis autor
que se enfrenta a un material, tan humano como lo es la palabra, bajo la forma
de la escritura y que, además, pretende hacer literatura.
La
palabra (aquí “el lenguaje”) puede ser voz, escritura o literatura. El
analfabetismo nos demuestra que hablar un lenguaje no implica escribirlo (el
analfabetismo y la legión, si hacemos caso al sargento Baquedano cuando le dice
a Santiago San Román: “...Tú eres un legionario, ¿me oyes? A ti no te hace
falta ni leer ni escribir. Sólo necesitas dos cojones...”), y que escribir no
supone hacer literatura. Cierto es que sin lo primero no puede existir lo
segundo, pero no basta: el secreto inmemorial de la literatura (especialmente bajo la forma de la prosa), y
de cualquier arte, consiste en conjugar los materiales en un orden espacial y
temporal que desde siempre llamamos forma. Dicho de otro modo: el escritor,
como todo artista, es un arquitecto, y tiene que serlo, y no existe literatura
si no es arquitectura.
Así que escritor no
sólo es el que escribe, sino el que da forma a lo que escribe, el que se somete
al inexorable trabajo de encofrador. Por eso, de la misma manera que aquellos
que se encargan de los cimientos de una casa, saben que su trabajo terminará
por estar oculto, velado a los ojos de los demás, pero siendo ese trabajo
esencial para el sostén del edificio, así el verdadero escritor comprende que
tendrá que ocultar el paso de las palabras bajo el peso de la estructura.
La estructura de Mira
si yo te querré establece su orden espacio-temporal en un aparente desorden
respecto del concepto vulgar de espacio-tiempo, y en la mejor tradición de la
novela contemporánea, a partir de una puesta en escena de carácter binario: dos
espacios y dos tiempos marcan el ritmo de la narración. Pero cada uno de ellos
se va solapando al otro, reclamándose mutuamente, retroalimentándose. Así, la
escritura fluye, mientras el lector, poco a poco, sin violencia, se ve envuelto
en las artes del tahúr. El tiempo ordinario del lector, el tiempo lineal que
acoge el proceso de la lectura a través de cada grafema (ese pasado, presente y
futuro de toda linealidad) se ve interpelado ante la constatación de que lo que
se tiene en las manos no es un objeto a contemplar, sino un objeto a descubrir.
Al poco de sumergirnos en él se descubre como rompecabezas, puesto que las
piezas de los dos espacios y los dos tiempos que soportan el andamiaje de la
estructura toda se nos presentan dispersos, invitándonos a su engarce,
reclamándonos constantemente a encontrar la otra pieza en el antes o el después
del proceso lector.
Ahora bien, si hemos
de hacer caso al viejo Aristóteles, los conceptos de materia y forma son
conceptos relativos: lo que en un
contexto es forma en otro contexto es materia. Utilizando un ejemplo muy
socorrido: el ladrillo es materia respecto a la casa, pero forma respecto a la
arcilla del que está hecho. De la misma manera podemos decir que, ahora, lo que
era materia respecto del orden espacio-temporal, la propia escritura en el acto
físico del escribir, se convierte en la forma que contiene el material de la
trama: la historia o las historias de la novela. Pero como ésta ha adquirido la
forma de un rompecabezas, el contenido necesita de algún punto de referencia,
de anclaje, un amarre que permita la flexibilidad de las piezas y su
comprensión. Montse y Santiago, como personajes centrales, cumplen esta
función, y lo hacen siguiendo el carácter binario del suelo espacio-temporal
que los sustenta en el curso de la narración: Barcelona y el Sahara, finales de
los setenta y principios del 2000, Montse y Santiago. Dos espacios, dos
tiempos, dos personajes...
Pero, ¿Qué pasa? ¿Qué
es lo que les pasa? ¿Es una historia real, verídica? Responder ahora en detalle
a las dos primeras preguntas sería una obscenidad por mi parte, aunque sólo
fuera por que rompería la magia de la incertidumbre al futuro lector que
pudiera estar presente, pero la respuesta a la tercera es evidente... y
contundente. Hablando de Madame Bovary dice Vladimir Nabokov:
“El niño
a quien leemos un cuento puede preguntarnos si es cierto ese cuento y, si no lo
es, nos pedirá que le contemos uno que lo sea. Pero no hay que obstinarse en
esa actitud infantil con respecto a los libros que leemos. Desde luego, si
alguien nos comenta que don Fulano ha visto pasar como un rayo un platillo
volante de color azul con un piloto verde, le preguntaremos si es cierto,
porque de una u otra forma, el que sea verdad afectará a nuestra vida entera,
será de infinita importancia práctica para nosotros. Pero es preferible no
preguntarse si un poema o una novela son verídicos. No nos engañemos;
recordemos que la literatura no tiene ningún valor práctico, salvo en el caso
muy especial de que alguien se proponga ser nada más y nada menos que profesor
de literatura. La joven Emma Bovary no ha existido jamás; la novela Madame
Bovary existirá siempre. La vida de una novela es más larga que la de una
joven.”
En efecto, no importa si Montse y Santiago
existieron o si lo hicieron los demás personajes, si los paisajes que recorren
la novela, de existir, están descritos adecuadamente o si los tiempos
históricos pueden soportar el rigor de una mirada experta. Lo que importa es,
que ese mundo nuevo que Luis crea, tiene el sello de la imperdurabilidad,
porque no busca, ni pretende demostrar, fundamentar o justificar el valor moral
de las acciones o de los sucesos, sino algo mucho más importante: muestra
desnuda (como desnuda siempre el arte) la constante e interminable repetición
de la experiencia humana, el espacio de la emoción, de la pasión, del
sentimiento, pero también de la injusticia, del dolor y la muerte. Y cuando el
mundo (incluso, o sobre todo, el mundo de la creación) perdura ya no valen
excusas. “El tiempo todo lo cura” decimos concibiendo los sucesos como
irrepetibles, como algo fugaz. Y ¿cómo podemos condenar algo fugaz? ¿Es
condenable la hermana de Montse, lo es su madre, su marido? ¿Es condenable
Baquedano? ¿El franquismo que vende a los saharauis? ¿Le Monsieur? ¿Los novios
de la muerte? ¿Marruecos o la comunidad internacional o en general el olvido de
un genocidio tan cercano? En el libro que surgió, y en el que modestamente
contribuí cuando volvimos del Sahara, procuré abordar, en otro contexto, esta
cuestión. Allí subrayaba la cita de La insoportable levedad del ser de
Milan Kundera y aquí la traigo, creo que con mucho más sentido, junto a Mira
si yo te querré:
“La idea del eterno retorno es misteriosa y con
ella Nietzsche dejó perplejos a los demás filósofos: ¡pensar que alguna vez
haya de repetirse todo tal como lo hemos vivido ya, y que incluso esa
repetición haya de repetirse hasta el infinito! ¿Qué quiere decir ese mito demencial?.
El mito del eterno retorno viene a decir, per
negationem, que una vida que desaparece de una vez para siempre, que no
retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano y, si ha
sido horrorosa, bella, elevada, ese horror, esa elevación o esa belleza nada
significan. No es necesario que los tengamos en cuenta, igual que una guerra
entre dos Estados africanos en el siglo catorce que no cambió en nada la faz de
la tierra, aunque en ella murieran, en medio de indecibles padecimientos,
trescientos mil negros.
¿Cambia en algo la guerra entre dos Estados
africanos si se repite incontables veces en un eterno retorno? Cambia: se convierte en un bloque que
sobresale y perdura, y su estupidez será irreparable.
Si la Revolución francesa tuviera que repetirse
eternamente, la historiografía francesa estaría menos orgullosa de Robespierre.
Pero dado que habla de algo que no volverá a ocurrir, los años sangrientos se
convierten en meras palabras, en teorías, en discusiones, se vuelven más
ligeros que una pluma, no dan miedo. Hay una diferencia infinita entre el
Robespierre que apareció sólo una vez en la historia y un Robespierre que
volviera eternamente a cortarle la cabeza a los franceses.
Digamos que la idea del eterno retorno significa
cierta perspectiva desde la cual las cosas aparecen de un modo distinto a como
las conocemos: aparecen sin la circunstancia atenuante de la fugacidad. Esta
circunstancia atenuante es la que nos impide pronunciar condena alguna. ¿Cómo
es posible condenar algo fugaz?...”
No, no hay una justificación moral para las acciones
y los sucesos en la novela de Luis, pero tampoco una posición en sentido
opuesto, ya sea respecto de la traición, el desamor, la ambición, la crueldad,
el olvido, la guerra... Hay la constatación de aquella insoportable levedad de
la existencia, precisamente por esconder la carga de aquel “bloque que
sobresale y perdura”: la estupidez con la que dañamos a los demás, incluso a
los que más queremos o la irreparable estupidez con la que España ha tratado, y
trata, a los saharauis.
Quizás resultaría mucho más llevadera aquella carga,
si nos resignáramos a afrontar lo que acaece con la convicción de que el
destino no es fruto de una providencia, sino del azar insondable que emerge en
toda necesidad. No dejéis de leer con atención los pasajes de la novela que
insistentemente convierten la casualidad en causalidad; especialmente aquel en
el que, explícitamente, se encadenan no menos de cinco casualidades: el
embotellamiento que sufre una ambulancia, la imposibilidad de acudir a un
segundo destino, la equivocación del conductor, la llegada involuntaria al
Hospital de la Santa Creu
i Sant Pau, la decisión de un celador y un auxiliar al dejar un cadáver...
Lo que sí parece claro es que para dejar al Sísifo
que todos llevamos dentro y poder compartir la carga de la pesada piedra,
necesitamos y siempre necesitaremos de ese regalo que es la amistad. Regalo del
azar, sin duda: para Santiago, Guillermo o Lazaar; para Montse, Aza o Layla.
Para mí, también Luis ha sido un destino. Es por ello que me gustaría concluir
esta intervención con un regalo que, estoy convencido, le va a gustar, porque,
de alguna manera es un regalo ya hecho. Que las palabras de Maeterlink que yo
rescaté y que Luis me sugirió que encabezaran nuestro trabajo sobre los
campamentos, sean al mismo tiempo mi homenaje más sincero en este acto y el
resumen de todo lo que he querido expresar, breve y quizás pretenciosamente,
acerca de su novela, de la escritura, del “pathos” de la experiencia humana:
“Apenas expresamos algo lo empobrecemos
singularmente. Creemos que nos hemos sumergido en las profundidades de los
abismos y cuando volvemos a la superficie la gota de agua que pende de la
pálida punta de nuestros dedos ya no se parece al mar de que procede. Creemos
que hemos descubierto en una gruta maravillosos tesoros y cuando volvemos a la
luz del día sólo traemos con nosotros piedras falsas y trozos de vidrio; y sin
embargo en las tinieblas relumbra aún, inmutable, el tesoro”.
Maeterlink
Maeterlink
José Hurtado Paredes
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